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6.4.13

La lenta construcción social de un desastre

Un sector de la ciudad de Buenos Aires, bajo agua. | DYN 

Los desastres naturales no existen, afirma el autor de la nota. La Capital Federal quedó inundada el 2 de abril tras un intenso temporal. La catástrofe no comenzó en ese momento, sino en 1886, cuando se autorizaron los primeros loteos de terrenos bajos. Se mete a la gente en el río y después se busca sacar el río. Hay que empezar a adaptarse a la realidad. 

Por Antonio Elio Brailovsky
La Nación

Es tiempo de recordar que los desastres naturales no existen. Un desastre es la expresión social de un fenómeno natural. Y los desastres no comienzan en el momento en que los vemos, sino que son objeto de una lenta construcción social. Podemos situar el comienzo en 1886, cuando el intendente Antonio Crespo autoriza los primeros loteos de terrenos bajos, una de las operaciones más irresponsables de la historia de la ciudad de Buenos Aires. Se inicia la urbanización de los bajos inundables, terrenos cuya ocupación había estado prohibida primero por las Leyes de Indias y después por el sentido común. Lo demás fue simple imitación. Pronto otros permitirían urbanizar los valles de inundación del Vega, el Medrano, el Cildáñez, el Riachuelo.
Operación extremadamente irracional: primero se mete a la gente dentro del río y después se buscará cómo sacar el río de allí, mediante obras públicas costosas y de resultados inciertos. En el último siglo se ofrecieron innumerables soluciones milagrosas, de las cuales la más frecuente fue el entubado de los arroyos. Pero el agua no sale más rápidamente si está escondida. Al revés, los arroyos a cielo abierto tienen un mejor comportamiento ante las crecidas que los entubados, simplemente porque el agua encuentra menos obstáculos para salir.
¿Para qué se entubaron, entonces? Para mejorar su valorización inmobiliaria. La mejor solución urbanística hubiera sido dejar los arroyos destapados y aprovecharlos para mejorar el paisaje, como hacen en Granada con el Darro y el Genil. En cambio, decidieron usarlos como cloacas, lo que requería esconderlos para que no se desvalorizaran las propiedades ribereñas.
El tema también hay que asociarlo al urbanismo y a la política urbana. Aceptar de una vez que las obras definitivas no existen, que en el mejor de los casos sólo podrán atenuar las crecidas y mejorar las situaciones, pero es probable que los problemas subsistan, aunque sea en menor medida. Las obras se expanden, pero las lluvias también lo hacen. El cambio climático significa que cada vez llueve con mayor intensidad y se requerirá ampliar continuamente la capacidad de conducción de los arroyos.
Verlo de otra manera nos sirve para empezar a adaptar la ciudad a su realidad inundable. No se construye igual en sitios que se inundan que en otros que van a estar siempre secos. Hay que cambiar los códigos de edificación y de planeamiento urbano para adaptarlos a esa realidad. La primera y más urgente medida es definir con claridad las zonas con riesgo de inundación y comenzar a actuar en ellas. Mientras ese riesgo exista, no puede haber en ellas garajes subterráneos. Lo mismo con la electricidad. No tiene sentido seguir discutiendo cada vez si hay o no cortes preventivos en las zonas de riesgo. Es decir, si dejamos a la gente a oscuras o si corremos el riesgo de que alguien muera electrocutado. En muchas zonas necesitamos tener luces de emergencia y elevar las cajas de la luz para que queden a cubierto del agua.
Pero además: ¿tiene sentido volver a cruzar calles con cuerdas y botes? ¿No será el momento de empezar a construir puentes peatonales? Después, las obras tal vez ayuden a que se usen una vez cada dos años en vez de usarlos dos veces en una semana. En síntesis, necesitamos respuestas imaginativas que partan de aceptar que, por ahora, tenemos que convivir con la inundación.

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